Carolina era alegre, despierta, curiosa, dulce, generalmente amorosa pero tenía su genio. Parecía que iba a ser una mujer fuerte y de enérgica personalidad. Se murió de repente a causa de un aneurisma cerebral. Las circunstancias que rodearon su muerte se parecen al guión de una película con un final triste e inesperado. Lo vivimos y jamás hemos dejado de recordar aquellos días tan tristes. Ya han pasado muchos años pero cada 19 al 23 de mayo, revivimos aquellos momentos de dolor y de agonía que vivieron mis padres; revivimos los días que sufrimos todos. Perder nada menos que a nuestra hermanita menor nos cambió la vida.
Cuando las personas mueren se proyecta en nuestra
mente imágenes de los momentos que compartimos y en el alma quedan los
recuerdos de lo que vivió, de lo que quizá, legó y lo que hizo en el tiempo que
estuvo presente. Pero, cuando el que muere es un ser querido como el padre, la
madre, un hermano o hermana, un hijo o el esposo; los recuerdos son un tesoro
incomparable y los perpetuamos en el corazón. No se borran, el tiempo triste se
detiene y en cada aniversario nos conmemora al ser querido que jamás regresara. Esas remembranzas forman parte de nuestras
vidas y se convierten en un referente a la hora de desafiar el día a día y de
valorar a los seres queridos que aún conservamos. Aprendemos a evaluar el
sentido de la vida y luchamos para ir creando caminos y disfrutar de la
compañía de los seres que amamos. También, valoramos cada instante, porque no
sabemos cuánto tiempo viviremos. Recuerdo a Carolina, a la hermana que vino a
este mundo por poco tiempo pero que se quedó eternamente en el corazón de
quienes compartimos con ella.
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